Habitar las fronteras
Fronteras, límites, confines, umbrales… La frontera es un concepto rico en matices y significados que se construye a sí mismo en un juego de afirmaciones y oposiciones: cierre y apertura, temor y esperanza, opresión y oportunidad, incertidumbre y futuro… Más allá de la definición de frontera como “una línea que marca el límite de un estado o de una cosa con otra”, la frontera es también un lugar de proyección a lo imaginario.
El mito de las Columnas de Hércules habla de dos grandes columnas, ubicadas una a cada lado del estrecho de Gibraltar, que tenían la función de señalar el límite del mundo conocido en la antigüedad. Era la frontera que limitaba la tierra y los mares que habían sido descubiertos y navegados hasta entonces por fenicios, griegos y romanos, separando el Mediterráneo -lo conocido- del Atlántico -lo desconocido-. Al otro lado se encontraba el caos y las tinieblas. La idea de las columnas representaba el fin del mar, el Non terrae plus ultra («No hay tierra más allá») latino, bajo la idea de que lo que se encontraba más allá no era transitable.
La frontera es, también, protagonista del campo semántico de la inmigración. Errabundeos, nomadismos, peregrinajes, invasiones, exilios y colonizaciones han convertido la historia de la humanidad en una historia de las migraciones. Así como aves, peces y otros animales migran para alimentarse o reproducirse, los movimientos de población humana a menudo llevan consigo causas económicas, sociales y políticas, causas que se traducen, en definitiva, en necesidades de supervivencia.
En la actualidad, el fenómeno de la migración sigue su curso en su versión más trágica. Cada día, en el Mediterráneo, en el paso entre México y Estados Unidos, y en otros puntos calientes del planeta, miles de personas intentan atravesar una frontera, aventurándose a un durísimo periplo por las grietas del sistema. Mientras tanto, las legislaciones promovidas por las élites internacionales, como las políticas migratorias de Trump o las del espacio Schengen, impactan de forma devastadora contra cualquier esperanza por dejar atrás conflictos, guerras, persecuciones o pobreza. Y es que, actualmente, migrar es jugar a la ruleta rusa. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el año 2019 se saldó con más de 1.200 migrantes muertos en el Mediterráneo y 110.000 llegadas a Europa, en lo que supone el sexto año consecutivo de llegadas multitudinarias. Estos datos demuestran la fragilidad de la frontera y de aquellos que la cruzan convirtiéndose en víctimas de una violencia institucional que actúa en nombre del neoliberalismo más extremo, que viola los derechos humanos, y que perpetúa la hegemonía colonial en manos de gobiernos y corporaciones.
Pero la frontera no es únicamente el límite geográfico o político de un estado o región, o el símbolo de la migración. La frontera es, ante todo, un espacio metafórico, un lugar mental necesario para la conceptualización de nuestra identidad en un ejercicio de poner orden en el caos. Y es que desde que nacemos, habitamos un espacio marcado por la diferencia, siendo clasificados por un nombre y un apellido, un pasaporte, una nación, un género, un color de piel, una orientación sexual, un idioma y un largo etcétera de etiquetas que actúan como límites en nuestra relación con el mundo. La palabra Dhwer, una de las denominaciones más antiguas del mundo indoeuropeo, designa a la vez la puerta y la frontera, pero vistas desde el interior, separando lo de dentro y lo de fuera. Es, en consecuencia, el símbolo de la comunicación y de la separación de un mundo con el otro. En esta dicotomía, la seguridad y el poder van con lo de dentro, garantizando un refugio que nos abraza. Por el contrario, el “otro lado” es entendido como lo extraño, lo exótico, lo hostil. Un espacio desierto y salvaje que pertenece al de fuera, al ámbito de lo desconocido y a lo peligroso. Para muchos, cruzar la frontera representa también una forma de transgresión y de autoafirmación, un “conocerse a sí mismo” fuera de los patrones adquiridos e impuestos por una cultura que nos es dada. La frontera se convierte entonces en una seductora llamada para el curioso cansado de la monotonía de la cotidianidad; para el inquieto que quiere vivir excitantes aventuras; para el inconformista que quiere romper los rígidos moldes de una estructura que considera obsoleta. Y es en este “cruzar la frontera” donde dejamos atrás “lo real” para adentrarnos en un mundo imaginario lleno de posibilidades.
De los limes romanos al mundo globalizado de hoy, la frontera puede representar simultáneamente el papel de puente y de barrera. Pero a veces, a pesar del empeño de muchos Estados por mantener la rigidez de las fronteras, no hay barrera ni supremacía que valga. La crisis de la covid-19 ha venido a cuestionar mucho de lo que creíamos sólido en los pilares de la Unión Europea, convulsionado la totalidad de los actores económicos, sociales y políticos a escala planetaria. En la escena geopolítica, la pandemia ha desbaratado por completo el tablero de ajedrez del sistema-mundo imponiendo una Pax Coronavírica en todos los frentes de guerra. Una pandemia que ha puesto en boga la fragilidad de un sistema sanitario totalmente colapsado, dejando millones de muertos a sus espaldas, convirtiendo la realidad ordinaria en una distopía donde la vigilancia digital supone el sacrificio de una parte de la privacidad individual. Y es que los virus no entienden de fronteras.
Ahora bien, ¿puede la frontera ser un lugar habitable en sí misma? Definida por su condición de transitoriedad, su naturaleza parece ser un no-lugar deshumanizado y sin identidad. No obstante, el pensador Homi Bhabha denominó “tercer espacio” al espacio híbrido formado por la mezcla de dos narrativas culturales diversas. No se trata de un lugar geográfico, sino más bien de una condición formada por las influencias de varias culturas. Esta definición cobra todo su sentido en el mundo globalizado actual, donde las personas nacen en un lugar y viven en otro, haciendo que su espacio mental no esté en ninguno de ellos, sino en un tercero, mezcla de ambos y de otras muchas circunstancias. En este sentido, nos preguntamos, ¿por qué las fronteras no toman espesor para generar así un espacio híbrido de pertenencia?
Fotolimo nace de esta convicción. Más allá de la línea como límite o muro, pero también, de la versión naif de diversidad cultural como espacio feliz de convergencia de culturas, nos acogemos a la idea de entre-medio, como un “tercer espacio” de indeterminación, una “tierra de nadie” donde las identidades y las fronteras están en suspenso, o en vías de redefinición. Convencidos del papel de la imagen como vehículo para la transformación social, somos un festival que pretende habitar la frontera de forma plural, fomentando el pensamiento crítico a través de la creación fotográfica y las artes visuales. Queremos hacerlo desde una postura revolucionaria que, partiendo de la utopía como medio de trascendencia, cree en la necesidad de una nueva epistemología de las fronteras que tiene en cuenta los límites conflictivos de la identidad en el mundo. Ubicado en un enclave transfronterizo único, el festival FotoLimo ha encontrado el marco ideal para reflexionar sobre la frontera desde una mirada lúdica, colectiva y transformadora, buscando habitar la porosidad de la frontera mientras imagina, crea y se enriquece de las nuevas formas de hibridación cultural tan propia del mundo globalizado de hoy.
Frontera franco-española (Rizoma 8)